lunes, 2 de diciembre de 2024

El ambiente popular quiteño

 


Esta crónica de Bolívar Bravo Arauz es una verdadera joya. Publicada en 1934 por el IV centenario de la fundación española de Quito. Narra el ambiente de la capital en esos tiempos y las tradiciones que se perdieron. También recuerda a varios personajes icónicos de la capital del Ecuador que ahora han sido olvidados. En verdad, me siento orgulloso de volver a publicar estas líneas de mi abuelo y espero que las disfruten. Aprovecho para agradecer al historiador Rafael Racines por entregarme esta maravilla de texto que lo llevo en mi corazón quiteño. 

Es uno de los trabajos escritos más relevantes de los años 30. Incluso el célebre historiador Fernando Jurado Noboa lo cita en su magnífica obra 'El Chulla Quiteño, nacimiento, vida y agonía de un prototipo citadino'. Se trata de una crónica genial que nos cae de maravilla en esta época de Fiestas de Quito. 

Miren el dibujo que acompaña a este texto y representa al Carnaval Quiteño. Es original de la época. 

EL AMBIENTE POPULAR QUITEÑO

Por Bolívar Bravo Arauz 

En los momentos actuales, el pensamiento de todos los habitantes de de la ciudad de Quito está absorbido por la celebración del Cuarto Centenario de la fundación española, conmemorado al calor del sol de los Incas

Para los niños de las escuelas quiteñas, que no conviven con los recuerdos y tradiciones de su ciudad grande en todo -así en la alegría como en el dolor- que sabe reír con igual intensidad, van dedicadas estas líneas que llevan el aroma de la sinceridad. 

Parece que ha muerto ya el secreto mágico de las pasadas horas, aún la misma fisonomía de la ciudad ha sido remozada. Hoy todo está callado: las muchedumbres se mueven silenciosas, son serios los semblantes; se nota la desaparición de los tipo populares, representación viviente de las épocas. Ya no se ven esas fiestas patriarcales en que tomaban parte las místicas abuelas; no brota como antaño la poesía de la vida real que retrata a las costumbres. 

Ya no se oyen, al ambular por las calles, la sátira mordaz, la frase jocosa, la suave ocurrencia, la mueca ridícula del tipo gracioso, del muñeco indecente o del truhan atrevido, como símbolo de la ciudad alegre y picaresca; en las horas serenas o en los días de alboroto y regocijo, en medio del jugar de los niños, el dialogar de los enamorados, el descansar de los ociosos, brotaba la risa saltarina, ya se trate de la salida de misa, ya del ritual  de las retretas, durante la tarde ambarina o la noche lunada, no faltaba tampoco el gesto festivo en la juerga sabida, en que las mujeres se volvían todo remilgos y quiebros, todo estufos y dengueos, todo quites y arrumacos, lo que me hace pensar en que, así como Florencia y Liverpool fueron las ciudades artista y mercader, respectivamente, Quito fue la ciudad mística, burlona y picaresca por contraste.

Un poeta la llama arca de gentileza, joya de arte y morada de la fe: en efecto, era costumbre cotidiana rezar al toque Angelus, al de las avemarías, y saludar con el bendito en los labios.

Cansados están estos muros centenarios de oír: "Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar, y la virgen concebida sin pecado original"..... "Así sea". Nunca pasaba indiferente ante la canonización de un santo, jubileos, novenarios y trisagios en honor del Señor del Saqueo, de la Virgen de la Empanada. Arrepentida en los ejercicios espirituales, contrita y llorona ante los temblores, epidemias y sacrilegios, daba sin embargo muestras de ocurrencia y fantasía con sus milagros y temas religiosos. 

Fue abundante en conventos y monasterios donde hombres hombres y mujeres se recluían por dificultades matrimoniales; tenía esmero en construir los claustros de una manera adusta, con coros y salas capitulares primorosamente tallados y con enorme magnificencia externa. 

Y al conjuro de los motines religiosos, aparecían en las retorcidas callejuelas de la villa quiteña, románticas figuras que borrado este siglo; galanes de peluca empolvada que sueñan con la dama de noble estirpe, que ostente frente nacarada, zapatitos de raso y corpiños apretados; que luzca trajes de miriñaque con encajes de Bruselas en pomposa y sutil crinolina.

El Santo Oficio conducía al hereje a la hoguera rodeado de cuatro curas, ante la pena o la risa sardónica acompañada de pifias al ver su ser humano en situación tan ridícula.

Llevaba en la mano una vela verde; en la cabeza un cucurucho o cono de papel de una vara de alto, lleno de dibujos de diablos, pecados capitales y demás símbolos de los vicios humanos; en la espalda un Sambenito o capotillo de color amarillo así mismo con jeroglíficos, soga al cuello y mordaza al lado de un indecente borriquillo. 

En los suburbios de entonces, San Blas, San Roque, El Cebollar, pululaban las cholas remilgadas que cantaban amor a la vida. 

Viene la República y el tipo popular es el que lanza la frase capciosa, piropea y responde al vulgo, y viste estrafalariamente. Y así como no faltan revoluciones, tampoco faltan figuras pintorescas que con sus donaires festivos, con sus gracejos especiales, han dejado una estela de recuerdo flotante en el ambiente balsámico de la ciudad. 

Divina letanía de recuerdos que encierran a Don Juan Champuz, al Manuel Blanco, a la Carifo, al Orejas de Palo, al Mudo Sulem, al Guagrote, al Padilla, al Sahumerio y otros más.

Las calles y plazas de la ciudad sonrientes parecen que incitan a los hombres de hoy y niños de ayer con una evocación nostálgica de las burlas y carcajadas con que trataban a estas fantasmagóricas siluetas. 

Al Mudo Sulem, aquel hombre blanco regordete, de pequeña estatura y de mejillas sonrosadas; bufón parlanchín que obligaba a desternillarse de risa al oír el canto de su voz gangosa y tartamudeando sus versos trocaicos: 

"Para arriba va la presa
para abajo el cazador
cázale perro valiente
a la mejor..."

Eterno enemigo de las mujeres a quienes insultaba de por vida: mata de ají, manojo de llaves, jabones, cenicera, sanroqueña, tal y cual..... (con suma rapidez).

Sabía el calendario de todos los santos de la Corte Celestial de memoria, al pie de la letra, como dirían los muchachos y por esto preguntaba de una manera impertinente, especialmente cuando se trataba de niñas, "la gracia" para decirle cual era el día de su santo. Las gentes afirmaban que este señorito era de "buena cuna". 

La Carifo era una mujer alta y morena, llamada, vulgarmente "marimacho"; tenía aspecto varonil y llamaba la atención pública, porque en las grandes paradas militares que acostumbraba el General Alfaro, salía a la cabeza del Ejército con el emblema nacional ym como si fuera cachiporra, hacía evoluciones, honores y paso de gran parada ante "Mi General Alfaro" y el Alto Comando, capaz de mover fibras delicadas de patriotería. 

Su verdadero apellido era Jerez y sus pupilas habían visto la luz primera en la taumaturga población del Quinche, de la que había emigrado impulsada por su espíritu militar. Cuentan las malas lenguas de las beatas que por las noches se le veía cruzar los arrabales llena de arrobos de entusiasmo por los valientes defensores de la patria. Mi General, con ese gran corazón que tenía, era su paño de lágrimas, a la vez que su tutor......

El Juan Champuz era un hombre alto, siempre  cubierto con una capa de paño café, mugrienta y felposa, llamada por los vecinos "Casa Barragán", y un buchecito, pantalón cohete, y descalzo. Debajo de la capa llevaba un muñeco de trapo, "El Belermito", como decían los graciosos muchachos; lo exponía entonces a la vista de la muchachada inquieta, y lo hacía bailar, mover los brazos, la cabeza, las piernas, ante el contentamiento de los chicuelos fervorosamente cándidos, que boquiabiertos le miraban, en son de burla y curiosidad; venía la mofa, aquel le halaba de la capa, este le hacía muecas, y él, entonces, los cargaba a pedradas, a puñete limpio y a zurriagazos. 

El Orejas de Palo pertenecía al brillante gremio de los "aguateros", famosos por la desvergüenza de su vocabulario, a tal extremo que las aburridas madres decían a sus hijos malcriados: "eres mal hablado como un aguador". Pues bien; este individuo era el encanto de la ciudad por tener la rara cualidad de contestar en consonante a todos los dichos y palabras que le decían. 

Desde las pilas de Nuestro Padre San Francisco o de la Plaza Grande acarreaba agua en un pondo a las honestas moradas de nuestros abuelos; era, pues, en el trayecto, cuando la chusma le gritaba: "orejas de palo", a lo que él contestaba "macho garroteado". 

"Mudo aguador"
"Mi perro es mejor"
"Amigo de Alfaro"
"Por eso tengo el aro"

"Mudo jetón"
"Más bien pelón"

(en verdad lo era).- "¿Por qué te hiciste cargador de agua?".- Porque no tenía nagua"., y así cosas tan graciosas como pícaras que hacían reír aún a los de piedra. 

Un día del señor no faltó quien le grite: "Orejas de cordero", históricamente contestó:


"Si no soy tan majadero
para vender el crucero
y quedarme con las manos.... en el...."

El Guagrocote, admirablemente descrito por D. Cristóbal de Gangotena y Jijón, era un tipo bribón; cholo alto, fornido y feo; vecino del temible barrio de San Roque, fabricante de máscaras para inocentes, las "hediondas caretas del Guagrocote", alquilador de ropajes para payasos y monos, director de una banda de músicos semejante a los de Bremen; salvaje descuartizador de gatos, cuyas negras pieles exponía en la puerta de su tienda; hacía una famosa chicha morada, cuyo secreto heredaron sus hijas "las guagrocotas"; salía a la puerta de su tienda, desde donde satirizaba al pueblo quiteño. 

Cuando veía a los chapas registrando los candados para la seguridad pública, les decía... "ah ja! no... ya estáis rebuscando para robarte"...; pasaban los chullitas y les gritaba: "Ahí pasa el chulla sin calé"... Otro día pasaban dos pobres y buenas mujeres, a quienes nuestra gente, que no era buena, apodaba "la polilla y el parapeto"; el hombre de nuestra historia, que no tenía pelo de santo, le dice a su hijo: "mira, cómprame un parapeto, pero te avisaré que ya está apolillándose". Así otras cosas más. 

¿Quién no recuerda al Padilla? Aquel hombrecillo pequeño, de cara tan arrugada que una pasa simulaba, que vestía ternos grises a cuadros, a la moda, capaz de dejar prendadas a nuestras chiquillas bonitas; buen señor era aquel, pues, nunca faltó, y Dios lo tenga a su diestra, de los simulacros de lavatorios de pies en la Catedral Metropolitana, donde figuraba como apóstol, quizá San Pedro. En las empedradas calles, con los coches lujosos, transitaba él, portando en sus espaldas "carteles de propaganda", en medio de los empellones, y con una rabieta feroz que le acompañaba. 

¿El Sahumerio? El hombre de las "eres" rasgadas, de pies torcidos, que con su canasto al brazo anuncia: "los arrrr...madores, y el sahumerio oloroso y fragante", a la par que anuncia que se va "arrrrrematar" algo en las escribanías. 

Y no me olvido de dos individuos de lo más granado de nuestra capital, descalzos, vestidos de kaki, con sables de madera, que saludan cuadrándose, dirigen el tráfico, y a quienes la sal quiteña les llama por ludibrio: "la fuerza del ejército y Alto Comando". 

Tampoco me olvidaré de un vecino que en regio carnaval bailaba con un clavel rojo en el ojal, al par que cantaba: 

"Con mi morena voy a bailar
lunes y martes de carnaval. 

Ay, pobre del zapatero
que vive de su trabajo,
ya se le rompió la lesna
pata pa' arriba, pata pa' abajo".

Este era un médico famoso porque recetaba las curas para el mal del ojo, hemorroides o meningitis: el aceite de la mosca, la manteca de culebra, las pilitas de ratón, la sangre de la cresta de gallo, etc. 

Ahora se ve a los heladeros, y sólo recordaré una propaganda chick, que gritaba el buen hombre de Dios, con una voz tan estentórea que era para volver sordos: 

"Helao de leche
delicao, superior
pa la niña bonita (no pa' las feas)
que refresque la calor". 


Y así en este valle del Señor San Francisco. Escrito a los 12 meses del año de gracia de 1934.


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